Mona Lisa Superstar

Hace cien años, algo cambió para siempre en el mundo del arte. El 21 de agosto de 1911, los guardas de seguridad del Louvre se dieron cuenta, en su ronda habitual, de que «La Gioconda», de Leonardo, no colgaba en la pared del Salon Carré. Había desaparecido. Solo estaba el hueco vacío en la pared y los clavos que sujetaban el cuadro. Dos días después, los periódicos de todo el mundo se hacían eco de la noticia en sus portadas. Aquel día murió un cuadro y nació un icono universal. El Gobierno francés no tardó en destituir al director y al jefe de seguridad del museo y sancionar a los guardas. Mientras la policía inspeccionaba coches, trenes y barcos que entraban o salían de Francia, hacía interrogatorios y buscaba, en vano, pistas, se sucedían especulaciones de todo tipo.

«La Gioconda». ABC

Pero, ¿quién había «secuestrado» a la Mona Lisa? Había teorías para todos los gustos: que si había sido un rico magnate (se puso hasta un nombre, J. P. Morgan), que si un fanático enamorado del retrato... Incluso hubo artistas en el punto de mira. El 7 de septiembre fue detenido Guillaume Apollinaire y poco después el mismísimo Picasso. Se pensó en ellos por varios motivos. El primero había incitado públicamente a quemar el Louvre. Y se hallaron en el estudio de Picasso dos figuritas que eran propiedad del museo, en las que se había inspirado para «Las señoritas de Aviñón». Ambos fueron puestos en libertad por falta de pruebas. Pasaban los días y sin noticias de «La Gioconda». Largas colas desfilaban por el Louvre para ver el trozo de pared donde antes colgaba el cuadro, algo insólito. Parecía el duelo en un entierro. Pasaron dos años y el cuadro ya no figuraba en el catálogo del Louvre. Incluso le habían sustituido por el «Baltasar Castiglione», de Rafael.

Pero, cuando ya nadie albergaba esperanzas, saltó la sorpresa. Un anticuario de Florencia, Alfredo Geri, recibió el 29 de noviembre de 1913 una carta firmada por «Leonardo». En ella le comunicaba que tenía en su poder «La Gioconda» y que quería devolverla a Italia. Geri le contestó y quedaron en verse en Florencia. «Leonardo» viajó en tren desde París con el cuadro en una caja. Se alojó en un modesto hotel florentino. Geri acudió a la cita con Giovanni Poggi, conservador de la Galería de los Uffizi. Ambos examinaron la obra: número de inventario del Louvre en el reverso, los craquelados de la superficie pictórica... No cabía duda. Era la Mona Lisa. Llamaron a la policía.

Debieron quedar muy desilusionados quienes veían, tras el robo, ladrones de guante blanco y coleccionistas sofisticados. «Leonardo» resultó ser Vincenzo Peruggia, un pintor y decorador italiano de 30 años que había trabajado en el Louvre. Algunas teorías dicen que era cristalero y que él mismo fue quien le puso en su día el cristal al cuadro. Sea como fuere, respondió a la policía en el interrogatorio que su intención era devolver el cuadro a Italia. Nace un patriota, un héroe nacional. Hay quienes siguen creyendo hoy que detrás del robo de «La Gioconda» había un cerebro oculto. Nunca se demostró. La Mona Lisa había estado durante dos años a escasos tres kilómetros del Louvre. En la humilde casa de Peruggia, en el número 5 de la Rue de l'Hospital Saint Louis, encerrada en un armario cerca de la cocina. Se celebró el juicio y Peruggia fue condenado a tres años de cárcel, pero apenas estuvo doce meses.

La obra más célebre

Antes de regresar a Francia el 4 de enero de 1914, se expuso en Florencia, Roma y Milán. No había que desaprovechar la oportunidad: estaba en casa después de 400 años. Se desata la locura de la prensa: es ya el cuadro más célebre del mundo. En 1956 fue atacado, primero con ácido, y después con una piedra, pero fue con su robo en 1911 cuando este cuadro adquirió la inmortalidad mediática. Es copiado y parodiado hasta la saciedad. Su imagen ha servido para anunciar coches, preservativos, tabaco, champán...

A la Mona Lisa le han cantado Cole Porter, Nat King Cole, Bob Dylan, Elton John, Santana... En 1919 Duchamp llevó a cabo un auténtico sacrilegio: le puso bigote y perilla a «La Gioconda» y añadió un lema soez: LHOOQ (ella tiene el culo caliente). El mito era desacralizado. Dalí se autorretrató como la Mona Lisa, le rinden homenaje Léger, Magritte, Rauschenberg... Y recibe en el Louvre miles de cartas al año.

En 1963 viajaría a Estados Unidos: llegó en un transatlántico de lujo, en camarote de primera clase, en una caja impermeable y escoltado. Lo recibió en la National Gallery de Washington otro icono del siglo XX: Jackie Kennedy. Más adelante «La Gioconda» iría a Japón, pero hoy ya no viaja. Es el vellocino de oro al que todos adoran. Se exhibe en el centro de la Salle des États. Esta pequeña pintura, de 77 por 53 centímetros, se halla encerrada en una urna a prueba de balas. Es el único cuadro del Louvre que tiene pared propia. Enfrente, un majestuoso Veronés: «Las bodas de Caná». Alrededor, cinco Tintorettos y diez Tizianos, que apenas nadie ve. Los turistas solo tienen ojos para la Mona Lisa.

Dice Donald Sassoon, historiador del arte y máximo experto en la «Gioconda», que es un cuadro sobrevalorado, una obra de arte y una atracción turística. Cinco siglos después, sigue sonriéndonos con su sonrisa enigmática. Nunca sabremos por qué lo hacía. En el convento de Santa Úrsula de Florencia, donde está enterrada Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo y se supone que modelo del retrato, se buscaron no hace mucho sus restos para reconstruir su rostro y saber al fin si la misteriosa mujer del cuadro es ella o no. ¿Y qué importa?

Natividad Pulido: Mona Lisa Superstar, ABC, 22 de agosto de 2011