El claustro de Palamós sufrió la acción del fuego en su origen

Detalle de unas columnas y sus capiteles del claustro de Palamós. / MARCEL·LÍ SAÈNZSi las piedras del claustro de Palamós hablaran, contarían de qué cantera y en qué momento fueron arrancadas para crear los sillares qué fueron tallados por manos diestras. También nos dirían en qué lugar estuvieron ubicadas y el nombre de la iglesia, monasterio o castillo a la que pertenecieron, una de las incógnitas de esta historia que ha llenado páginas de los medios de comunicación en los últimos días.

Sin embargo, las piedras presentan señales de su larga historia, que hay que saber leer. Una de ellas es que la evidencia que la construcción sufrió, en parte, un importante incendio que hizo que algunos de sus sillares presenten un característico color rojizo fruto de la alta temperatura, además de una pérdida de superficie por el efecto del fuego. Así lo pudo comprobar Jaime Nuño, arqueólogo y director del Centro de Estudios del Románico de la Fundación Santa Maria la Real, que el pasado viernes accedió al claustro situado en la finca del Mas del Vent en la Fosca, Palamós.

Para Nuño no hay duda de que los sillares situados en una de las esquinas de la construcción, en concreto la que queda en el lado derecho que hay junto a la piscina “estuvieron expuestos a una alta temperatura durante varios días, motivado seguramente por la quema de las maderas que cubrían las galerías claustrales”. Nuño, el arquitecto y dibujante Peridis, presidente de la Fundación, el profesor de arte medieval de la Universidad de Girona, Gerardo Boto y el presidente de la Asociación de Amigos del Románico, Juan Antonio Olañeta, valoraron que probablemente un fuego intenso durante horas pudo causar esta alteración de la piedra.

No existe constancia de un incendio de ese tipo desde 1931, año en que el claustro llegó desmontado, desde un lugar desconocido —posiblemente Segovia o Burgos—, a un solar propiedad, desde 1918, de Águeda de Martorell y Fivaller, marquesa de Lapilla y de Monesterio, situado en la calle Ángel Nuñez de la Ciudad Lineal de Madrid. Según contaron el hijo y el nieto de Julián Ortiz, el restaurador que dirigió los trabajos de montaje del claustro que compró el anticuario Ignacio Martínez Martínez, entre 1931 y 1958 no se produjo ningún incendio de esas características. Aunque estuvo a punto. “Al estallar la guerra los milicianos intentaron quemarlo, porque pensaban que escondía un polvorín, pero las mujeres, con sus gritos, los convencieron de que no lo hicieran y se marcharon”, recuerda Juan Manuel Ortiz, de 86 años.

Detalle del castillo de rey Alfonso VIII (1155-1214) representado en una de las arcadas del claustro. / MARCEL·LI SAÈNPosiblemente, coinciden los especialistas que visitaron el claustro el viernes pasado, estas marcas de fuego tienen mucho que ver con el proceso de destrucción que sufrieron muchas de la arquitectura religiosa española tras desamortizaciones como la de Mendizábal de 1835, y por lo tanto demuestra que el claustro estaba en pie en el siglo XIX.

Las piedras también hablan de la calidad de la construcción. Según Boto, a diferencia de lo que ocurre en Santo Domingo de Silos, donde el artista era un gran dibujante y escultor, en el de Palamós, la calidad de la labra es muy superior a la del dibujo. “Sea de cuando sea, es un buen cantero pero un dibujante más discreto, ya que hay figuras desproporcionadas, con una elegancia más desigual”, especula. Esta calidad se mantiene en rincones incluso que no están pensados para ser vistos, como en el interior de los capiteles cuádruples, que se sitúan en el centro de cada una de las cuatro galerías. “Es extraordinario y lo he visto sólo en San Andrés de Arroyo. Representa un alarde del trabajo del que no hay necesidad, sobre todo si pensamos en que sean capiteles modernos, que se hacen para venderlos a un rico americano, acaso con destino a la costa Oeste”, explica este profesor coautor, junto a Joaquín Yarza, del conocido libro Claustros románicos Hispanos (2003). Este detalle es para él “como el interior de un cajón de un mueble bueno, perfectamente acabado aunque no esté hecho para verse”. Boto, prudente, a la espera del dictamen que han de emitir los tres técnicos de la Generalitat, no esconde que estos datos apuntan a un trabajo medieval.

El profesor tuvo la oportunidad de ver in situ las galerías el viernes y comprobó que algunas de sus predicciones, realizadas a través de las fotografías de la revista AD y Google Earth, no eran del todo ciertas: entre llas que el claustro era mayor de lo que pensaba, ya que alcanzaba los 23,8 por 23,9 metros, y era “mayor que el de Silos”.

Durante la visita se comprobó que las piedras presentan dos numeraciones arábigas, una incisa y otra pintada. Se correspondería, posiblemente, con las realizadas al desmontar la estructura en su lugar original para montarla en Madrid y la de 1958 para ayudar a levantar la estructura en Palamós.

“El castillo es falso,pero no inventado”

Uno de los elementos que más había llamado la atención a Gerardo Boto en la fotografías que había visto del claustro era un relieve del castillo de rey Alfonso VIII (1155-1214) representado en una de las arcadas. Tras acceder el pasado viernes, el profesor comprobó que no era antiguo, sino una reintegración moderna.

Según Boto las explicaciones posibles son solo dos: Que la persona que decidió colocarlo en el siglo XX fuera un experto erudito que dominaba la xilografía y conocía que este castillo, y ningún otro, era el símbolo del monarca contemporáneo a la construcción del claustro, pese a que eran poquísimas las representaciones que se conocían en 1930; o, más probable, que el tallador no se lo inventó, sino que copió un original muy deteriorado, que se decidió reponer por otro nuevo cuando se remontó en Madrid.

“Aunque no tengo todos los elementos de juicio, me parece que es falso, pero no inventado", concluye.
Uno de los elementos que más desconcertó a los privilegiados especialistas que accedieron a la finca, fue el tamaño de los capiteles y la altura de las galerías. Según Boto, en este claustro todo es enorme, “incluso el zócalo, que me parece incontrovertible, tiene unas medias excepcionales. Esto obliga a que el resto de las partes sean enormes para conseguir la proporción entre las partes”.

Quien también sabía de la importancia del claustro era el anticuario Martínez. Y lo demostró con el precio con el que pretendía venderlo, tras remontarlo en un barrio de las afueras de Madrid: 5 millones de pesetas en 1936, que rebajó a 3,5 después de la guerra. Unos años antes, en 1925 el historiador y saqueador del arte Arthur Byne vendió al magnate de la prensa norteamericano William Randolph Hearst, el claustro, el refectorio y la sala capitular del monasterio de Sacramenia (Segovia) por 40.000 dólares (unas 280.000 pesetas) y el refectorio, la sala capitular, el dormitorio de novicios y parte del claustro del monasterio cisterciense de Óvila (Guadalajara) por 55.000 dólares (unas 390.000 pesetas), según José Miguel Merino de Cáceres, que ha estudio la venta de estos y otros bienes eclesiásticos. Precios inferiores que los que pretendía cobrar Martínez. Según el representante de su actual propietario, el suizo Kurt Engelhorn, el claustro de Mas del Vent se compró en 1958 por un millón de pesetas.

Los expertos que deben dictaminar sobre la autenticidad de la construcción de Palamós lo tienen complicado. La solución no pasa por el verdadero o falso, porque la construcción, al parecer, tiene elementos medievales y modernos. Tendrán que tener en cuenta que la mayoría de edificios románicos españoles están reconstruidos. En los muros interiores de San Isidoro de León, uno de cada dos sillares es original, tal y como se ve por las marca del restaurador. En la catedral de León, los muros superiores y la cubierta, son reposiciones modernas. Pero nadie duda de su autenticidad. “La actitud de reponer para dar forma y estabilidad a la construcción en estos edificios y en el claustro de Palamós puede interpretarse como análoga”, valora Boto.

José Ángel Montañés, Barcelona: El claustro de Palamós sufrió la acción del fuego en su origen, EL PAÍS, 11 de junio de 2012