El retrato incesante

Retrato de Hortense Fiquet (Madame Cézanne), en 1888. / THE METROPOLITAN MUSEUM OF ART
Retrato de Hortense Fiquet (Madame Cézanne), en 1888. /
THE METROPOLITAN MUSEUM OF ART
La señora Cézanne se ponía un vestido, se sujetaba el pelo en un moño, se sentaba en una silla o en un sillón con las manos juntas sobre el regazo y se quedaba inmóvil durante horas, nunca sabía con antelación cuántas, inmóvil y callada, porque a su marido no le gustaba que lo distrajeran, mirando al vacío, o mirándolo a él de soslayo, casi siempre cuando él no tenía los ojos alzados hacia ella, los ojos fijos y a la vez tan ausentes, entre la observación casi clínica y el puro ensimismamiento. Una vez él le había ordenado a una modelo: “¡Sé una manzana!”. A su mujer no tenía que darle esas instrucciones, porque llevaba viviendo con él y posandopara él desde que ella tenía 19 años, una de esas muchachas de clase obrera a las que los pintores usaban como modelos y a las que hacían sus amantes. Ella posaba en una escuela de pintura y ganaba algo más de dinero trabajando como encuadernadora. En muchos de los retratos que le hizo él tiene las manos juntas, en el regazo del vestido, unas manos fuertes que se ven más detalladas en los dibujos.

En alguno de los retratos al óleo está cosiendo, sin duda porque él le había indicado que lo hiciera. Sería un alivio ocuparse con algo, distraer la mirada y las manos, aunque lo más probable es que él no le permitiera coser de verdad, ya que cualquier movimiento o cualquier ruido alterarían su concentración. Él elegía el vestido que debía ponerse y la silla recta o el sillón más confortable en el que debía sentarse, y también el fondo, casi nunca el mismo de un retrato a otro, una cortina, una pared con un dibujo de papel pintado barato, una tapia de jardín. Unas veces ella tenía que mantener la cabeza erguida y mirando al frente. Otras le pedía que la ladeara, lo hacía él mismo, sujetando con sus dedos la fuerte barbilla hasta que alcanzara la postura exacta. Y quizás también había veces en que esperaba a que ella fuera cambiando de posición de manera inconsciente, ofreciera un escorzo inesperado al volverse hacia un ruido, se quedara absorta por completo en algo, con esa expresión tan seria, con esos rasgos tan sólidos que él conocía de memoria, y que se ajustaban tan útilmente a su deseo de simplificar las formas y hallar la osamenta de lo duradero bajo las percepciones fugaces, las que habían seducido a los impresionistas hasta un cierto grado de superficialidad, para él irritante, una fascinación frívola por lo azaroso y lo instantáneo.

A otros los estimulaba lo extraordinario o lo desconocido. Él buscaba ahondar una y otra vez en lo más cercano, lo familiar, unas manzanas sobre un lienzo blanco o en un frutero, en la mesa de la cocina, un camino que recorría a diario, la misma montaña vista todos los días desde la ventana de su casa en el campo. Y casi más que nada, que nadie, esa presencia tan asidua en su vida, Madame Cézanne, que en realidad sólo adquirió legalmente ese título cuando llevaban ya muchos años juntos y tenían un hijo de 16. Cuando la pintó por primera vez mostraba una cara desconcertada y redonda, todavía algo infantil. La pintó en un boceto al óleo, con el pelo suelto y los hombros desnudos, y aunque no se ve nada más se nota la incomodidad de la pose, el pudor de encontrarse desnuda, no en la tarima de un aula sino en el cuarto de un hombre, mayor que ella, de una clase muy por encima de la suya, que la ha hecho o va a hacerla su amante, y que cuando la deje embarazada no se casará con ella, y menos aún la presentará a sus padres, burgueses adinerados y católicos que ven a su hijo más o menos como un inútil encaprichado con la pintura, al que le pasan una ayuda mezquina para que no se muera de hambre.

Cézanne retrató a su mujer 29 veces a lo largo de unos treinta años. Pero son innumerables los dibujos a lápiz que hizo de ella, en cuadernos de apuntes, en grandes hojas de cuaderno, en los reversos de otros dibujos. En los retratos al óleo Madame Cézanne es una figura maciza, con algo de estatua, retraída en sí misma, a veces tan impenetrable en su solidez como un árbol o una montaña. La evidencia de lo idéntico vuelve más rico el despliegue de las variaciones, un contraste de obstinación y novedad, de monotonía y rareza, al que yo sólo le encuentro comparación en los bodegones de Morandi y en las series de variaciones musicales de Beethoven. Igual que Beethoven explora todas las posibilidades que caben en un vals muy simple, Cézanne observa a una sola mujer a lo largo de treinta años y cada vez que le pide que se quede inmóvil y se pone a retratarla encuentra la perduración de lo mismo y las facetas inagotables de lo que parece que no cambia, las modificaciones continuas de cualquier presencia observada con algo de atención. Cambia un gesto, se ensancha o se endurece una cara, cambia la moda, todo es distinto si esa mujer de vestuario tan severo se pone de pronto un vestido rojo, si se hace otro peinado, si le da el sol en un jardín, si la cal de los muros y la policromía de las flores llenan el aire de reflejos. Algunas veces la mujer es retratada en presente: su aspecto se corresponde con la edad que tenía cuando se pintó el retrato. Pero otras veces, en un retrato fechado años después, resulta ser mucho más joven, como si Cézanne, aunque la tiene delante, estuviera pintando un recuerdo.

Las reproducciones tergiversan la pintura de Cézanne: la hacen parecer más grave, más laboriosa, más espesa de materia. Vistos en la realidad los cuadros revelan una ligereza inusitada, como de acuarela, como de bocetos al pastel. Una mañana helada de invierno, en el Metropolitan, uno tras otro, los retratos de Madame Cézanne lo llevan a uno a través de toda una vida, las dos vidas, de todo un proceso de aprendizaje y descubrimiento, la mujer de la que quedan muy pocos testimonios aparte de los retratos y los dibujos y dos o tres fotografías y el hombre que nunca se cansó de pintarla, aunque en los cuadros deja muy pronto de haber rastros de sensualidad. Hay lejanía, muchas veces, hay indicios de una confianza algo fatigada, la inercia de los que se conocen demasiado, el asedio lento de la mirada y la inteligencia que encuentra siempre nuevos matices, posibilidades nuevas de organización de una experiencia visual depurada al extremo. Una vez más había que pintar el mismo cuello bordado del mismo vestido, las mismas bandas de pelo sobre las sienes muy anchas, la raya en medio, los brazos caídos, el gesto de las manos sobre la falda. Nuevos volúmenes y contrastes de color lo cambiaban todo. Entre una pincelada y otra podía pasar un rato largo. Y allí parece que siguen, él y ella, Paul Cézanne y Madame Cézanne, los dos inmóviles, cada uno a un lado del lienzo, tan aislados entre sí como si los separara un cristal o un muro invisible de tiempo.

Antonio Muñoz Molina: El retrato incesante, EL PAÍS-Babelia, 21 de febrero de 2015