Idealismo y melancolía desde el Museo d'Orsay

'El manantial' (1856), de Ingres
'El manantial' (1856), de Ingres
La gran protagonista de la segunda mitad del siglo XIX fue, sin duda, la ciudad moderna, cuyo mejor arquetipo era París. Con sus contrastes sociales y su vibrante vida cosmopolita, la capital francesa suscitó pasiones encontradas. Algunos creadores, como el escritor Charles Baudelaire o los pintores impresionistas, se entregaron con entusiasmo a sus novedades, que habían alterado radicalmente el paisaje humano de la época. Otros, sin embargo, mostraban recelo ante lo que percibían como deshumanización y caos.


Si hay un lugar donde estos dos mundos confluyan, se trata sin duda del parisino Musée d'Orsay, famoso por sus amplias colecciones de pintura impresionista y posimpresionista, pero también -en menor medida- por las galerías de sus plantas inferiores, que custodian un tesoro mucho menos conocido. Ahora, la Fundación Mapfre acoge más de 80 obras de esas colecciones  tradicionalmente clasificadas como académicas desde el 14 de febrero hasta el 17 de mayo. Este calificativo define su ámbito de acción -muchas de ellas fueron presentadas al público en el Salón y en la Academia de Bellas Artes-, pero también ha sido atribuido a su sentido estético, deudor de la tradición clásica. Y, sin embargo, vista desde nuestra óptica, la producción de artistas como William Bouguereau tiene algo de inequívocamente transgresor y revolucionario. Es radical su aproximación a la belleza ideal, clásica, en los desnudos masculinos que se retuercen en Dante y Virgilio (1850) o en las formas femeninas que resplandecen en Las oréades (1902). En su búsqueda de una belleza pura y extraordinaria, su negación de la realidad adquiere tintes espirituales, al igual que sucede en la fantasmagórica recreación deJesús en la tumba (1879) de Jean-Jacques Henner.

Por suerte, en nuestros días los críticos han encontrado maneras nuevas de aproximarse a cuadros que durante años dormitaron en el olvido. Han subrayado, por ejemplo, las ansias de evasión de un mundo considerado como trivial y vacío. Dicha evasión podía producirse mediante la evocación de tiempos pasados, pero también de tierras remotas. En ese sentido, la exposición incluye obras maestras del Orientalismo como Peregrinos yendo a la Meca (1861), de Léon Belly. Esta recreación de una caravana en medio del desierto no podría haber sido pintada en ninguna otra época: el contraste lumínico, los claroscuros y la perspectiva denotan una mirada ya definida por la fotografía. A su vez, la melancolía de El Sáhara (1867) de Gustave Guillaumet o la magnificencia de Tamar (1875), de Alexandre Cabanel, reflejan el deseo de escapismo de una generación desencantada.
'Las bañistas' (1918-1919), de Auguste Renoir
'Las bañistas' (1918-1919), de Auguste Renoir
La exposición sigue un orden temático y da cabida a piezas tan enigmáticas como La esperanza (1871-1872), de Pierre Puvis de Chavannes, o Jasón (1865) de Gustave Moreau, una pintura que sintetiza como pocas la confluencia de esoterismo, mitología y modernidad en el París finisecular. Asimismo encontramos títulos emblemáticos que apenas requieren presentación. Nacimiento de Venus (1863) de Cabanel o El manantial (1820-1856) de Ingres pertenecen a esa categoría. También hay una curiosa obra tardía de Auguste Renoir (Las bañistas, 1918-1919) y un pequeño conjunto de retratos de alta sociedad donde destaca el que Jacques Émile Blanche dedicó a Proust en 1892. Es una inclusión oportuna, ya que recuerda que el paso del tiempo (y la imposibilidad de regresar al pasado) es un tema capital de la Modernidad. Esta exposición es la mejor prueba de ello.

Carlos Primo: Idealismo y melancolía desde el Museo d'Orsay, Metrópoli-El Mundo, 18 de febrero de 2015