Bienvenido (de nuevo), Mr. Warhol

Para hacerse una idea más o menos concreta de lo que supuso Andy Warhol en el arte contemporáneo podría valer esta escena: cuando cierran la cárcel de Alcatraz, uno de sus ayudantes en la Factory de Nueva York (Séptima Avenida con la Calle 47) adquirió la silla eléctrica de la prisión, la trasladó hasta el laboratorio de Warhol (un hospicio para partidarios del exceso) y sólo el gesto de instalarla allí hizo que la siniestra herramienta mutase de alma y se convirtiese en un artefacto de  art. Cambiar la envoltura de las cosas fue uno de los hallazgos de este hijo de un minero de carbón eslovaco y una madre hiperprotectora que lo llevó a bautizar por el rito católico bizantino, predisponiendo a la rareza al joven Andy para resto de su vida.

Andy Warhol, durante su visita a Toledo en 1983. TERESA NIETO

La silla eléctrica de Warhol se convirtió aun así en un alegato contra la pena de muerte y fue subastada en Madrid en 1999. En ella se sentó el artista para ver películas de terror, con una media sonrisa perversa. Roman Polanski y la cantante Nico quisieron probarla friendo un filete en su asiento y después se lo zamparon. Y Warhol la integró como parte del argumento de una de las 74 películas que rodó, Flesh for Frankenstein (1973). Alguien capaz de transformar una infame silla eléctrica en una escultura casi despojada de su condición de novia de la muerte tiene la senda despejada para auparse como gurú de la modernidad.

Andy Warhol (Pittsburgh, 1928 - Nueva York, 1987) es uno de los artistas más sobados y celebrados del siglo XX. Llegó al mundo para triunfar y lo logró con una estrategia que utilizaba para el éxito el mismo espíritu de cadena de montaje que tenía la industria. La exposición que desembarca a partir del 31 de enero en CaixaForum Madrid, de la que es responsable José Lebrero, despliega en más de 300 obras las muchas esferas de un artista impulsado por el culto a la mercancía y fascinado por las nuevas posibilidades tecnológicas que obligan a replantear el mundo occidental como un espacio más doméstico. Warhol. El arte mecánico es el retrato de un creador principal en la transformación de las estrategias de lo artístico.

«La muestra arranca con un recorrido por los primeros pasos de este artista en su oficio primero: el diseño gráfico y la publicidad. Ahí aprendió lo que luego desplegaría en su trabajo plástico», explica Lebrero. «Trabaja para Harper's Bazaar, Vogue o New Yorker. Gana dinero. Son los años 50 y EEUU se afianza como potencia económica y cultural desplazando a París como eje del arte tras las II Guerra Mundial. Warhol entiende perfectamente este momento y sabe que debe dar el salto a las galerías de arte, exponer y explotar su instinto para captar lo que quiere quiere la gente. O lo que no sabe que quiere, pero desea».


Así que convierte un bote de sopa industrial en un objeto de deseo. Una caja de detergente en una sofisticada pieza. Un póster en una gioconda por estrenar. Tenía desparpajo y un insólito fundamento filosófico: genera excitación y vende caro. Nunca olvides que una cocacola es el valor de medida que iguala al presidente de EEUU con un mendigo. «Todas las cocacolas son la misma y todas están buenas» (Andy Warhol). Con la idea del éxito como un imán de morbo y popularidad armó en la década de los 70 una de sus series más conocidas (y frenéticas), Celebrities. Realizó retratos seriados de iconos del siglo XX: Mao Tse Tung y Mick Jagger, Marilyn Monroe y Liz Taylor, Elvis Presley y David Bowie, Marcel Duchamp y Truman Capote, Jean Michel Basquiat y Miguel Bosé. Jimmy Carter y Pelé. Así hasta sumar unos 1.000. La fama era colorear la vida.

«Aunque parezca difícil, Warhol aún tiene pliegues por descubrir», asegura José Lebrero. «Da cuenta como nadie de lo relevante de su tiempo. Y esa relevancia vino marcada por el consumo». Utilizó todas las técnicas: de la serigrafía al vídeo, de la Polaroid al dibujo. Cualquier soporte formaba parte del patrón productivo de la obra de arte, que ya podía ser serializada sin perder su esencia y ganando sitio en el apetito de potenciales clientes que no compraban exclusividad, sino marca. Alrededor de sí mismo, para afianzar su extravagancia, armó una galaxia de mujeres y hombres extraños a medio camino entre la ficción, la tribu desquiciada y la decorativo. A la vez que iba desarrollando su obra confeccionó una biosfera idónea para cumplir con su labor: ser la pared desnuda de su propia creación, el más distinto de los seres que habitan Manhattan. «Andy Warhol es un agente provocador de las nuevas reglas del capitalismo global. Hace posible que en el sistema elitista del arte entre la representación de lo banal o de mundos prohibidos, como sus trabajos con transexuales y travestis». Y que eso sea aclamado como una delicada genialidad. Mientras él ríe.

Esta frase suya podría ser un logrado epitafio: «Comprar es mucho más americano que pensar, y yo soy el colmo de lo americano». No mentía, pero algo sí engañaba. Warhol era un estratega de sí mismo. No se parecía en nada al resto de artistas. El suyo era un mundo que limitaba al norte con la galopada de las drogas (que no tomaba) y del sexo en ascensores y al sur con una discreción de tímido indiscriminado que asumió la religión como intimidad rematado en una peluca plateada. Pero su misión era ser ante todo visible, estar expuesto a los otros, convertirse en un exvoto de adoración, de curiosidad, de recelo. Quiso ser un hombre/vitrina lleno de secretos y de una privacidad sellada. Dispensó éxito, glamour, curiosidad o vértigo: igual un billete de dólar estampado que un revolver. Hizo que la Norteamérica que fijaba en sus trabajos fuese toda América. «Warhol consigue cruzar la frontera del mundo del arte para invadir su tiempo con una imaginería global sacada de los principios del capitalismo», dice el comisario de la exposición. «Supo exhibirse propiedad del mundo». Patrimonio de la gente.

El paso del tiempo no ha logrado oxidar la gracia y el truco de Andrew Warhola (que así nació). Apóstol de una nueva forma de existir que consiste en despertar fieramente el deseo de apropiación en el otro e incrementar su apetito de poseer, como si cualquier cosa bien presentada fuese una mercancía auténtica que espera a cada uno de nosotros exclusivamente. Una silla eléctrica sacada de quicio es capaz de corregir su posición en la historia. Eso lo adivinó Warhol cuando fue consciente de que nada puede ser más excitante que estimular en el personal la fascinación de lo imprevisto. Ése es un principio fundacional del viejo esnobismo. Una fórmula de éxito. Y aún funciona.

Andy Warhol, entre Ana Obregón y Pitita Ridruejo. REVISTA GARBO

Bostezar en Madrid

Andy Warhol llegó a Madrid en 1983 como un advenimiento. Lo invitó el galerista Fernando Vijande para inaugurar su primera exposición aquí: 'Pistolas, cuchillos y cruces'. El artista aceptó y pasó nueve días alojado en el Hotel Villamagna. Su llegada fue la consagración de la primavera de La Movida. Pitita Ridruejo lo entrevistó. Del Museo del Prado sólo quiso conocer la tienda y compró un par de postales.

Los March y los Hachuel dieron las mejores fiestas de homenaje en aquellos días. Isabel Preysler estuvo en ambas. En aquellas noches todo era fascinante por decreto. Pero Warhol bostezó en una de las cenas y eso provocó la histeria de buena parte del respetable, que no pudo escuchar cómo sonaba su voz porque decidió no hablar con casi nadie. Pero antes escogió a Ana Obregón para hacerse una foto. Todo estuvo a la altura del locurón previsto. Y cuando a Maruja Mallo le presentaron a Warhol esta sólo tuvo hacia el invitado unas palabras de 'gratitud': «Dolar, cocacola, mierda». Aunque tenía en su mesilla de noche una foto del artista. Madrid aún era eso.


Antonio Lucas: Bienvenido (de nuevo), Mr. Warhol, EL MUNDO, 7 de enero de 2018